México Post Mortem
Una parafilia insana domina la mentalidad de las derechas contemporáneas: el gusto y la excitación ante sus propias derrotas. No es martirio, sino perversión de quienes ven con melancolía, pero sobre todo ánimo resignado, el derrumbe de sus principios. La marcha del tiempo no cesa, el progreso es una directriz, el ímpetu de la democracia consiste en la renovación, la stasis de los valores se revela como un mito, quizá el más peligroso de todos. Claudicar y conceder todo lo que un día representó la piedra fundacional del proyecto conservador, regurgitar los discursos de las izquierdas moderadas, revestirlos con algún toque de decencia y buenos modales, y aun así perder los concursos de popularidad, parece un precio justo de cara a las exigencias de los tiempos, con tal de no emerger en el imaginario popular como los villanos de la historia. Pero no hay caso. La derecha es un enemigo irredimible.
Unos días antes de las elecciones que encumbraron a Claudia Sheinbaum en el poder, afirmé en alguna red social que «la oposición merece y necesita perder de la manera más humillante posible o de lo contrario jamás entenderá que no hay manera de vencer a la izquierda radical en su propio juego». Es mercadotecnia básica —y la democracia partidista no es más que un concurso de marcas—: el consumidor no querrá un producto similar, que encima se percibe de peor calidad, cuando tiene acceso barato al original. A pesar de ello, la coalición de los partidos tradicionales optó por contestar las aspiraciones de la doctora Sheinbaum (según parece ya es obligatorio apostillar el título universitario) postulando en Xóchitl Gálvez a una trostkista devenida empresaria, famosa por su vocabulario soez, en teoría muy de pueblo (por aquello de la sangre india) y no menos progresista dadas sus simpatías por causas tan guadalupanas como la agenda LGBT, las infancias trans, el aborto y la abolición del patriarcado (sus propias palabras). La estratagema, que desde un populismo reempaquetado pretendía cerrar la brecha entre el proyecto obradorista y el de la oposición, resultó en una derrota de proporciones que no se veían desde la época de «la dictadura perfecta».
Pese a todas las paranoias, leyendas negras y cuentos sobre el neoliberalismo salvaje en alianza con el catolicismo más reaccionario, el PRIAN(RD) no es más que otra de las tantas advocaciones del progresismo global. Sus ejes: libertad de comercio a tasas moderadas e inflamados, pero vacuos, discursos sobre el estado de derecho, el respeto a las instituciones, la tolerancia, las energías renovables, la ciencia®. Una oposición que durante el farsa covidiana no se cansó de exigir al gobierno extender los confinamientos y hacer obligatorio el uso de los bozales, y que hasta la fecha reclama al oficialismo la osadía de permitir que los ciudadanos decidieran si se querían inocular un tratamiento experimental. Una candidata cuyos grandes logros se limitan a proponer más programas sociales y días que celebren a los pueblos originarios y a los negros. Una triada de partidos coaligados solo por un odio vago a la figura de López Obrador pero que, en la práctica, operan con su misma indolencia. Una derecha sin identidad, acomplejada de sí misma y enamorada de su propia derrota, nunca vencerá a la izquierda.
Una tercera facción ganó fuerza en los comicios pasados. ¿Alternativa a la vieja política? Más de lo mismo, en realidad. De posicionarse como una fuerza relevante en los próximos años, el resultado será un sistema de partidos monopolizado por el discurso izquierdista: Morena en su versión nacionalrevolucionaria, el PRIAN(RD) en su modalidad moderada y dubitativa (por siempre acusada de neoliberal y fascista), MC como una izquierda socialdemócrata que se autopercibe europea. México no tiene escapatoria a su decadencia, y esperar algo distinto en el corto plazo es rendirse a la ingenuidad.
Desde una perspectiva histórica y aceleracionista, convendría que a la doctora Sheinbaum le estallara el país de la peor manera posible. La complacencia y el crecimiento mediocre de la economía, que sucederían con o sin la camarilla de López Obrador en el poder, ayudarán a enraizar el proyecto de la 4T. México adora la inercia, se conforma con que las cosas funcionen a medias, no tiene prisa, lo soporta casi todo y lo que incomoda lo esconde bajo la alfombra. Hay razones para que las masas obnubiladas celebren: la deuda pública es relativamente baja, hay más subsidios que nunca, el peso, no gracias a Obrador, se consolidó en los últimos años como la moneda más estable del mundo. No serán los discursos tímidos de la oposición lo que derrumbe la legitimidad de Morena, sino un fracaso rotundo y dramático. Es la ley de Hobbes: el soberano pierde toda legitimidad en cuanto el poder no le basta para contener las fuerzas disuelven al cuerpo político. Solo entonces un nuevo Leviatán ha de emerger.


