Suicidio y una novela imposible

He olvidado casi por completo el contenido de los cuatro que pasé encerrado en un apartamento al sur de la ciudad. Había abandonado la universidad, una tesis que no iba a ningún lado, los proyectos laborales, un think tank libertario que ayudé a crear, la vida como un poeta emergente, la perspectiva de relacionarme con otros seres humanos por una vía que no fuera el internet o la prostitución, e incluso a esos viejos (des)conocidos de todas partes del mundo que decidí ignorar. Me gobernaban el asco, la apatía y la necesidad de escribir una novela fantasiosa, especulativa, situada en algún futuro no muy lejano, que narrase la transformación del Ajusco, la gran montaña con forma de águila que custodia al Valle de México, en el destino mundial del suicidio. Un sitio así ya existe, aunque en menor escala debido a que sus árboles devoran únicamente la carne local: Aokigahara, el mar de árboles al pie del Fuji, el verdor de fatalidades al que peregrinan los japoneses sin rumbo. Apartado por un océano de distancia, el Ajusco, del náhuatl Āxōchco —en español “floresta de aguas”—, evocaba en mi mente la prolongación de un deseo desesperado que hermana a todos los hombres a través de las eras: asomarse a lo que hay tras el fin postrero, adelantarse a la marcha del tiempo y ver lo que la finitud depara al ser de carne y hueso. Y mucho menos podía obviar el recuerdo de estas tierras malditas que bárbaros antiguos y endemoniados regaron con sangre de sacrificios.

Occidente, me parecía, no tenía más convicción que la de darse muerte, liquidarse por asco y vergüenza de sí mismo. Los únicos consuelos, consumir y creer en vanos eslóganes humanistas y seculares —la tolerancia, el multiculturalismo, la igualdad—, todos ellos cobijados por el manto del desarraigo y la autorreferencialidad: el hombre occidental, que ha rechazado la trascendencia, ya solo puede observarse a sí mismo y hallar, en el fondo, la piedra de su insignificancia. Pero el colapso, a diferencia del suicidio, es un proceso, una lenta y tortuosa disipación, no un instante en el tiempo que clausura la historia. Entre la agonía y la muerte se tiende una brecha: el espacio febril que solo puede ocupar la imaginación más salvaje, lo que también llamamos delirio, o bien literatura. Imaginaba en ese futuro no tan lejano a hombres más o menos parecidos a mí: apáticos, sin rumbo fijo, carentes de grandes ambiciones, hastiados de todo menos de su curiosidad. El proyecto de la muerte los vivificaba, les daba la oportunidad, la única en su vida, de tomar el control de algo que la automatización de su mundo les había arrancado. Y no solo eso, había en ellos una ideología que nacía del más puro desprecio a las condiciones materiales de ese capitalismo aletargado, buenista, resignado a la dotación de un ingreso universal básico y sanidad gratis que, sin embargo, se negaba a morir. Era aquel un mundo que no admitía otras utopías porque ya todas estaban derrotadas: el fin de la historia era real, los proyectos alternativos se permitían pero solo en la medida en que se edificaran en la periferia de las grandes metrópolis; el fin último solo puede ser el del capital. Y lo más curioso, no eran únicamente los locos y los depresivos crónicos los que se mataban, sino los más brillantes, los pocos aristoi que quedaban y que con su muerte querían decir: Lo que existe nos repugna.

Eran los años en que las garras del puritanismo aún no se cernían sobre la totalidad del internet. El oeste aun era salvaje: en esa frontera ingobernable no se necesitaba de tecnologías oscuras para hallar lo peor del hombre, casi todo estaba a la vista, como el gore, las jailbaits y los foros dedicados a la promoción del suicidio. Yo era parte de estos últimos. Quería entender la mentalidad del que planea matarse porque yo mismo contemplaba los beneficios estéticos de una muerte por mano propia. Había leído a Akutagawa, a Mishima, a Dazai y a Kawabata, el cuarteto de los suicidas japoneses, y también a Dostoievski, que en Kirilov, el Cristo ateo de Los demonios, estudia las falsas promesas del alma humana que, sin Dios de por medio, solo puede hallar consuelo en la autodestrucción. Y qué encontré: poca filosofía, nada más que plañidos de adolescentes despechados, incomprendidos, incapaces de hacer amigos y quizá abusados en la infancia. El mundo de los suicidas no es más elevado que el de los supervivientes. Al ser humano lo persigue, como condena, la estela de su vulgaridad.

Una madrugada, para mi sorpresa, apareció en el foro una invitación a que todos subieran a los techos de los edificios con el fin de inaugurar el primer Día Internacional del Suicidio. Seríamos cóndores como aquellos peruanos tristes que en el cuento de Álvaro Enrigue escalan los rascacielos miraflorinos para volar a su muerte. Sería una protesta contra el neoliberalismo, o algo así. Rápidamente contacté al autor y le conté de los planes de mi novela. Respondió que siguiera adelante, que terminara de escribir el libro, que teníamos mucho en común, y después me preguntó si quería leer su manifiesto. Le dije que sí. Muy pronto llegaron a mi correo dos libros escritos por un tal Dante Brandt. Uno era un tratado sobre los beneficios metafísicos del suicidio en cuya portada aparecía el autor en una pose de loto, toga y sandalias de jebe superpuesto sobre un fondo celestial, todo él rodeado de un halo amarillo chillón. El texto, para sorpresa de nadie, era ilegible, mal puntuado, plagado de grandilocuencias que revelaban un cerebro tan vano como vanidoso. El segundo libro, de la misma calidad literaria, tenía más interés porque narraba el día a día dentro de la mente del suicida, sus dudas, las ideas de cómo llevar a cabo el último acto, los momentos de éxtasis anticipado, la rabia, las cosas por hacer —como acostarse con una prostituta antes de darse el tiro de gracia, porque Dante era virgen—. El libro, además, revelaba su nombre verdadero, que no daré a conocer aquí (aunque puede encontrarse).

No volví a saber de Dante hasta que unas semanas después apareció en un periódico veracruzano la noticia de que un joven de unos veinte años se había suicidado en una cabaña con vista al mar. Junto al cuerpo se hallaron pastillas, botellas de alcohol y dos libros. La nota, que apenas me sorprendió, me llevó a escribir unas líneas que he intentado introducir en todos mis proyectos literarios: solo los escritores pueden hacer algo significativo por los que se han perdido; seremos, a partir del instante en que morimos, aquello que, con fidelidad o infortunio, reflejan los recuerdos ajenos; la transmutación del yo hacia el que fui según mi repercusión en la vida de alguien más.

Debía escribir sobre Dante, hacerme cargo de su muerte, de un suicidio del que, de una forma u otra, fui parte y que no traté de impedir. Los foros desaparecieron, pero no los relatos que en Occidente materializaban lo que mejores autores que yo habían diagnosticado mucho antes: el hombre europeo no reconoce más que su cansancio. Joyce Carol Vincent, la mujer exitosa que un día se recluyó en su departamento para dejarse morir y no ser encontrada sino hasta años después. Las clínicas suizas que ofrecen chocolates venenosos a los depresivos. Y lo que hace poco, en 2024, llegó al mercado como si se tratara de una mala parodia de Futurama: las cápsulas de suicidio, inútiles porque la pobre administración del nitrógeno, que apenas pudo adormecer a la primera paciente, obligó al supervisor estrangular a la mujer que había contratado el servicio.

La redacción de esa otra novela fue interrumpida por una llamada telefónica. Gonzalo, un viejo compañero de la secundaria, se había suicidado el día de su cumpleaños. Quizá estuviera escrito en su sangre, pensé sin mayor asombro. Por aquellos años oía black metal, se profesaba necrófilo y era el bully en jefe de la clase. Él y un amigo suyo escribieron una canción titulada “Cementerio de niños muertos” a lo Cannibal Corpse, pero interpretada con una guitarra acústica a la que acompañaban con gritos demenciales. En el último año de secundaria se adecentó, se peinaba para atrás como el mejor godín del vecindario, nunca volvió a meterse con nadie, llegué a congeniar con él. Después del funeral, al que ni siquiera asistí, tras hablar con uno de mis únicos amigos de la secundaria en un Starbucks de avenida Quevedo, supe que Gonzalo se había convertido al budismo como todo Occidental extraviado que no tiene los arrestos para renunciar a la metafísica, presumía de una novia, estudiaba gastronomía, quizá fuese vegetariano, le iba bien y, a pesar del éxito aparente, decidió ahorcarse en su baño. De él no quedan libros, ni cartas, solo la incertidumbre.

Jamás le haría justicia, pero decidí que por fin escribiría mi novela del suicidio. Lejos había quedado la ficción especulativa, la ciudad de México como capital mundial del asco occidental, pero permanecía la imagen del Ajusco, del águila petrificada que mira con desprecio un cielo que nunca podrá alcanzar. Y ahí, entre los millones de habitantes, un tal Dante envía cajas vacías a su único amigo de la secundaria. La historia discurre por los vericuetos de un recuerdo fragmentario que inicia con el cuerpo hermoso de un efebo marmóreo naufragando a la deriva de una alberca en la madrugada. Una imagen que los dos amigos, a los quince y dieciséis años, observan con arrobo durante un viaje de graduación. Uno de sus compañeros ha muerto ahogado y ellos se enamoran de la muerte. Entre las remembranzas, el presente y discusiones filosóficas, Dante intenta dar una justificación del suicidio, mientras que Álvaro, mi alterego, enloquece y en la que fue su casa construyo un museo de la derrota, adornado con cajas, una escultura de la cabeza cercenada de Yukio Mishima, fotos del Ajusco y una de Dante imitando a san Sebastián atravesado por las flechas de Diocleciano. La escena final es un monólogo extenso, desesperado, muy a lo Thomas Bernhard, ante una audiencia asqueada, que explora el suicidio en la literatura y la filosofía. ¿Me suicidaré yo también?

La pregunta sigue en el aire, como la novela que se niega a ser escrita. Probablemente sea mejor que la maldición persista.

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Published on January 21, 2025 10:02
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