Dios, coloca una piedra en lo hondo de mi pecho,
que estos rescoldos son insoportables.
Ya las aves migraron pero el grito
permanece y la furia incendia páramos
dentro del corazón que desespera.
Vivir a la intemperie,
derrumbarse en el miedo,
ha sido demasiado.
No quiero más los mares anegándome,
ni la alondra fatal o su voz postergada.
Deseo un lago, un témpano, la brisa
donde me veo solo, frente a frente
con mi nombre por años muerto. Dios,
sé que adviertes la marcha de la fe,
y contemplas el yermo jardín a medianoche,
sus olivos desnudos, los pájaros ausentes,
mi pulso en retirada, el hierro negro
en el centro de todo. ¿No es entonces
suficiente que el alma guarde solo el exilio?
¿Le corresponde al hombre apenas una ruina
y un sepulcro de bestias descarnadas?
¿Qué pena podrá salvar lo roto en mí
si el acto es reiterar la carga memoriosa,
una cosecha amarga de cizaña?
Esta plegaria es tuya;
para los hombres, todos mis escombros.