Una cosa o dos que he aprendido en Hungría

Me gusta cultivar el hábito grato de visitar Hungría, uno de tantos países que desconozco.


Sándor Márai me ha paseado mucho por su Budapest, hermosa en la superficie y devastada por dentro, laberíntica, burguesa y en perpetuo claroscuro; una ciudad un poco vaga que en verdad son dos, y que tal vez por eso resulta doblemente triste. También me ha llevado al lugar lejos de allí, pero todavía en Hungría, donde está el castillo del mayor Henrik, al que todos llegaremos tarde o temprano, cuando nos toque el turno de enfrentarnos con el destino. Por su parte, Magda Szabó me ha devuelto un par de veces a Buda, o a Pest, ya no sé cuál de las dos, a casas de familia en las que viven personas comunes y corrientes, es decir monstruosas, es decir adorables; y de la mano sensual de Péter Nádas he paseado, arrastrado por voces musicalmente neuróticas, entre Hungría y Alemania y entre el pasado y el presente, y me he sentido en Hungría y en Alemania, y me he sentido en el tiempo, en un laberinto tan tortuoso que sólo puede ser producto de un dios inexistente; y hace poco Agota Kristof me condujo a la Pequeña Ciudad, que queda más o menos lejos de la Grande, en un país sin nombre que también es Hungría. Me presentó a unos hermanos gemelos abandonados por sus padres, y esos niños me dieron para siempre, con todo el dolor necesario, la lección inenarrable de la guerra, esa lección tan húngara, tan colombiana, tan humana.


Tal vez fue a causa de tanto paseo por Hungría que hace unos días, cuando vi las impresionantes fotos del centro abandonado del Partido Comunista en el pico de Buzludzha, aunque mi cerebro supiera que esas ruinas quedaban en Bulgaria, mi corazón, ese músculo idiota, insistió una y otra vez en que la noticia era incorrecta, en que estaban en Hungría. Y ahora, que pienso por enésima vez en ese país del que no sé nada y que me ha revelado tantas cosas, no puedo evitar situar esas fotos en él: esa cumbre árida, ese portón flanqueado por dos antorchas titánicas, esas consignas gloriosas a las que se les están cayendo las letras. Y creo entender finalmente que esa especie de platillo volador de Babel coronado por una torre bicorne, ese monstruo irónico y callado, tan derrotado que podría parecer amable si no estuviera hecho de la podredumbre de la historia, queda en Bulgaria, sí, pero también en Colombia, precisamente porque queda en Hungría.


Una de las ventajas de leer ficción compulsivamente es que cosas como las fronteras, las fechas, los hechos, las precisiones históricas, se disuelven poco a poco bajo la presión de las mentiras; y al quitarle todo ese bagazo, la experiencia humana se reduce al licor entre rojizo y transparente, hecho de sangre y de tiempo, que todos compartimos y que nos hermana a pesar de nuestros esfuerzos fratricidas. El valor de las novelas estriba en que nos mienten sobre todo lo que no tiene importancia para decirnos la verdad sobre lo imprescindible. Esa paradoja es una de las cosas que he aprendido en Hungría.

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Published on June 12, 2013 05:31
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message 1: by Carlos (new)

Carlos Muy citable esta frase: "El valor de las novelas estriba en que nos mienten sobre todo lo que no tiene importancia para decirnos la verdad sobre lo imprescindible."


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