Breve eterna felicidad

Era de noche. Llamaron a la puerta y el dueño de la casa abrió una puerta tan pesada como la hoja de un libro aburrido. Eran dos personas. Una con gesto aislado y pesaroso. La otra, con mirada humilde y sonrisa sincera. La primera animaba con su silencio a que la segunda articulase alguna palabra. El dueño, exasperado por malgastar aquellos segundos, las invitó a que hablasen de una maldita vez.


Así lo hizo finalmente la que no era sombra, y él, entonces, enmudeció. Tras unos instantes de perplejidad, rompió a reír. Ante la risa, la pareja se unió en una súplica conjunta. Aseguraron que en el interior de aquel hogar había algo que necesitaban con urgencia. Imposible, comentó él, pues no era ningún ladrón, pagaba por todo aquello que compraba y nunca tuvo problemas con la ley. Pero no estaba en venta, no era de nadie, quisieron explicarle. Él no quería atender ni entender, y miraba su reloj para meterles prisa.


Muy despacio, la puerta se fue cerrando. Pero antes de que sucediese, la persona más tímida empujó con fuerza la madera que cubría la chapa y los engranajes. Su compañera entendió que ese hueco entre el pasado y el futuro, era el momento preciso. Corrió al interior, y en su carrera hizo oídos sordos a los gritos y al cierre de la puerta. Su amiga se había quedado fuera. Y buscó, buscó en su interior lo que habían perdido sin ser totalmente de ellas. Algo tan necesario que pertenecía a todos y que ahora no era ni siquiera de esa familia, pues no sabían de su eterna presencia.


Y lo encontró.


Allí estaba, en el salón, sobre una mesita baja de madera de caoba, junto a unas cortinas claras y tupidas, y un sofá en el que estaba sentada una mujer que, segundos antes del susto, acariciaba las páginas entintadas de una novela.


El dueño arremetió con violencia contra la persona, que se precipitó al suelo tras el empujón. Desde allí, señaló hacia la mesa baja. ¿La lámpara?, preguntó la mujer sin entender nada. La persona asintió con una mueca quebrada a la vez que se arrastraba hacia la luz. El dueño lo impidió con una patada en el vientre, mientras llamaba a la policía. La mujer, que todavía vivía en su mundo novelado, le concedió el tiempo suficiente y exigió a su marido calma.


Entonces les contó que eso no era algo tan simple como una lámpara. No. Era algo tan intenso e importante como el sol. La mujer, incrédula, dudó de que aquel visitante estuviera cuerdo. Se fijó en la lámpara. Efectivamente, era esférica, sin base ni cables. No gastaba electricidad, ¡una auténtica ganga! Y daba calor sin quemar, una radiación templada que calmaba incluso su lumbago.


Pero todo eso no era nada comparado con su verdadero poder, explicó. Esa luz estaba ocupando un espacio mínimo en la vida de esas personas. Y al hacerlo, sin darse cuenta, se había convertido en un objeto más, de esos que compras y olvidas, de esos que tiras porque quieres más.


La mujer meditó y, convencida, se acercó al que estaba postrado en el suelo. Su marido no movió ni un dedo. Si es importante para ti, debería serlo para mí, y por eso, me gustaría que regresara a ti, aseguró. Sin más, se lo entregó junto con una sonrisa tan bonita como cálida.


Pero ahora, ¿con qué iluminaré las páginas de los libros que me hacen olvidar la vida?, preguntó la dueña con una posesión menos y un latido de felicidad más.


El invitado inesperado volvió a cederle la luz y caminó hacia el sofá. El matrimonio se miró, encontrando en los ojos del otro el reflejo dorado de la intimidad. Entonces contemplaron cómo aquel personaje descubrió la noche con un simple abrir de cortinas.


La luz de las estrellas invadió la sala con un fulgor especial. Y pronto habría una más.


Al silencio acompañado por sonrisas e intercambios de la misma luz, le siguió una extensión de alegría verdadera. Ya no hubo dueños ni invasores, porque lo tuvieron todo para siempre.


Iván Hernández, Junio 2014


 


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Published on June 08, 2014 09:54
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