Lengua
La lengua es el espacio público por excelencia. Del orden y principio de la lengua ocurre lo mismo que con la ciudad. Se ordena sin principio desde una forma de tribunal común, completamente ajeno a la voluntad individual.
Es verdad que en lo más superficial de los idiomas (los vocabularios semánticos, es decir, las palabras con significado) se pueden trocar unas por otras según la voluntad de cualquiera. Y así decir, en jerga populachera o culterana, lo que se quiera decir utilizando cualquier otra palabra.
Y aún nos puede llegar hasta aquí el reclamo de Ludwig Wittgenstein en sus Investigaciones filosóficas (§ 18): «Si quieres decir que no son por ello completos, pregúntate si nuestro lenguaje es completo ―si lo era antes de incorporarle el simbolismo químico y la notación infinitesimal, pues éstos son, por así decirlo, suburbios de nuestro lenguaje. (¿Y con cuántas casas o calles comienza una ciudad a ser ciudad?) Nuestro lenguaje puede verse como una vieja ciudad: una maraña de callejas y plazas de viejas y nuevas casas, y de casas con anexos de diversos períodos; y esto rodeado de un conjunto de barrios nuevos con calles rectas y regulares y con casas uniformes».
Esa reforma posible de la lengua, la creación de lenguajes artificiales (como el esperanto) o de los formales como los símbolos químicos o los lenguajes de la lógica de primer orden: son posibles. Pertenecen al reino en donde podemos nosotros reformar, cual arquitectos, la lengua.
Pero las palabras que propiamente no tienen significado, sino que son índices gramaticales, tales como el orden mismo de la palabras o los morfemas, y por supuesto, más hondo aún que cualquier idioma (carnalidad de la lengua) las apreciaciones prosódicas y entonativas de frase.
(Que hace, por ejemplo, que sin saber absolutamente nada de turco o japonés o euskera, podamos saber, sin embargo, cuándo se está formulando una pregunta o lanzando un vocativo).
Eso es intocable. Eso es lo verdaderamente público.
Cuando hay algo por debajo del uso de la conciencia individual (ese aparto de la lengua que funciona perfectamente bien gracias a que no se sabe cómo es que funciona) y que crea a la vez un lugar en donde uno puede hablar con el vecino.
En esta maravillosa máquina no manda nadie. Ni usted, ni yo, ni siquiera la RAE ni demás academias. Que a ellas, no les queda más que hacer pequeñas codas sobre la que (aparentemente) es la cosa más superficial del idioma (aunque, estrictamente, no pertenece a él) que es la escritura.
¡Aún así, reconocen la dificultad de poder dictaminar reglas sobre el uso de las tildes! Como se vio el caso con el abandono del uso de acento ortográfico sobre la palabra “sólo”.
Esa máquina dulce de la lengua es el lugar que habitamos, la primera ciudad. Sin ella, la inteligencia y, por tanto, lo público sería imposible.
Es verdad que en lo más superficial de los idiomas (los vocabularios semánticos, es decir, las palabras con significado) se pueden trocar unas por otras según la voluntad de cualquiera. Y así decir, en jerga populachera o culterana, lo que se quiera decir utilizando cualquier otra palabra.
Y aún nos puede llegar hasta aquí el reclamo de Ludwig Wittgenstein en sus Investigaciones filosóficas (§ 18): «Si quieres decir que no son por ello completos, pregúntate si nuestro lenguaje es completo ―si lo era antes de incorporarle el simbolismo químico y la notación infinitesimal, pues éstos son, por así decirlo, suburbios de nuestro lenguaje. (¿Y con cuántas casas o calles comienza una ciudad a ser ciudad?) Nuestro lenguaje puede verse como una vieja ciudad: una maraña de callejas y plazas de viejas y nuevas casas, y de casas con anexos de diversos períodos; y esto rodeado de un conjunto de barrios nuevos con calles rectas y regulares y con casas uniformes».
Esa reforma posible de la lengua, la creación de lenguajes artificiales (como el esperanto) o de los formales como los símbolos químicos o los lenguajes de la lógica de primer orden: son posibles. Pertenecen al reino en donde podemos nosotros reformar, cual arquitectos, la lengua.
Pero las palabras que propiamente no tienen significado, sino que son índices gramaticales, tales como el orden mismo de la palabras o los morfemas, y por supuesto, más hondo aún que cualquier idioma (carnalidad de la lengua) las apreciaciones prosódicas y entonativas de frase.
(Que hace, por ejemplo, que sin saber absolutamente nada de turco o japonés o euskera, podamos saber, sin embargo, cuándo se está formulando una pregunta o lanzando un vocativo).
Eso es intocable. Eso es lo verdaderamente público.
Cuando hay algo por debajo del uso de la conciencia individual (ese aparto de la lengua que funciona perfectamente bien gracias a que no se sabe cómo es que funciona) y que crea a la vez un lugar en donde uno puede hablar con el vecino.
En esta maravillosa máquina no manda nadie. Ni usted, ni yo, ni siquiera la RAE ni demás academias. Que a ellas, no les queda más que hacer pequeñas codas sobre la que (aparentemente) es la cosa más superficial del idioma (aunque, estrictamente, no pertenece a él) que es la escritura.
¡Aún así, reconocen la dificultad de poder dictaminar reglas sobre el uso de las tildes! Como se vio el caso con el abandono del uso de acento ortográfico sobre la palabra “sólo”.
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Published on October 30, 2014 15:26
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