Cena de Navidad
El octogenario estaba apesadumbrado, con el corazón en la garganta. Sin moverse y respirando con dificultad, observaba el cadáver del niño. Lo encontró al amanecer del día de Navidad, dentro de la casucha donde resguardaban el cerdo y las mínimas provisiones que fueron capaces de ir acumulando para poder pasar sin demasiados apuros el crudo invierno. Pensó que el chico había escuchado a los saqueadores, y, en un intento inútil, buscó detenerlos él solo. Era la definición de bondad, aunque no demasiado inteligente ni espabilado. Debía de haberle avisado porque estaba quedándose sordo, y no oía apenas nada, a esas alturas. El cerdo, la comida y las herramientas habían desaparecido.
La pena se derramó por el rostro arrugado del anciano en forma de lágrimas, que recorrieron los surcos de su cara hasta llegar al suelo. Era su nieto predilecto, sobre todo desde que sus padres decidieron salir huyendo a ninguna parte, debido al caos que asolaba ya todo el continente –y el planeta, en realidad- derivado de la grave crisis económica y social que acaeció dos años atrás. Los disturbios, obligaban a las familias a irse al campo, sus nietos se refugiaron con él. El desabastecimiento era tal, que encontrar comida se consideraba algo casi milagroso, y la vida humana no contaba con valor alguno en ese caso.
Al comienzo se fueron defendiendo con los cultivos y los pocos animales que aun mantenían. Pero la sequía que asoló la tierra el pasado verano, convirtió la supervivencia en desesperación. Dos de sus hijos mayores partieron en busca de alimento, no volvió a saber de ellos. Supuso que fueron asesinados, capturados o desfallecieron en cualquier camino aislado.
Desde entonces, su nieto fue la única ayuda que tuvo para sacar adelante a los más pequeños de la casa y a su esposa ya en cama, y al borde del otro lado. Ahora, sin él a su lado, no sabía cómo iba a poder arreglárselas. Aunque, realmente tampoco importaba mucho… pensó abrumado. Sin comida, no tardaremos mucho en morir todos.
Antes del robo su situación ya superaba el desespero y el anciano optó por matar al cerdo, su último recurso, para que sus nietos tuviesen al menos una buena cena de Navidad. Habían estado soñando con esa cena durante días. Quizás sentirían más la desaparición del propio cerdo, que el fallecimiento de su hermano… quizás.
El pobre viejo se agachó con esfuerzo y agarró el cuerpo de su nieto entre sus brazos, mientras besaba su frente inerte derramando una lágrima tras otra. Pese a las privaciones, fue un buen muchacho, y pesaba bastante para su edad. Una idea atroz cruzó despiadadamente su cabeza e intentó de forma inútil hacerla a un lado. Se mantuvo paralizado con el chico en sus brazos, hasta que la feroz determinación le hizo finalmente moverse. Colocó a su nieto en el caballete dispuesto para la matanza y, con mano temblorosa tomó el hacha para despedazar la carne. Él no iba a comer, pero al menos sus chicos tendrían su cena de Navidad. Su última cena de Navidad.
La pena se derramó por el rostro arrugado del anciano en forma de lágrimas, que recorrieron los surcos de su cara hasta llegar al suelo. Era su nieto predilecto, sobre todo desde que sus padres decidieron salir huyendo a ninguna parte, debido al caos que asolaba ya todo el continente –y el planeta, en realidad- derivado de la grave crisis económica y social que acaeció dos años atrás. Los disturbios, obligaban a las familias a irse al campo, sus nietos se refugiaron con él. El desabastecimiento era tal, que encontrar comida se consideraba algo casi milagroso, y la vida humana no contaba con valor alguno en ese caso.
Al comienzo se fueron defendiendo con los cultivos y los pocos animales que aun mantenían. Pero la sequía que asoló la tierra el pasado verano, convirtió la supervivencia en desesperación. Dos de sus hijos mayores partieron en busca de alimento, no volvió a saber de ellos. Supuso que fueron asesinados, capturados o desfallecieron en cualquier camino aislado.
Desde entonces, su nieto fue la única ayuda que tuvo para sacar adelante a los más pequeños de la casa y a su esposa ya en cama, y al borde del otro lado. Ahora, sin él a su lado, no sabía cómo iba a poder arreglárselas. Aunque, realmente tampoco importaba mucho… pensó abrumado. Sin comida, no tardaremos mucho en morir todos.
Antes del robo su situación ya superaba el desespero y el anciano optó por matar al cerdo, su último recurso, para que sus nietos tuviesen al menos una buena cena de Navidad. Habían estado soñando con esa cena durante días. Quizás sentirían más la desaparición del propio cerdo, que el fallecimiento de su hermano… quizás.
El pobre viejo se agachó con esfuerzo y agarró el cuerpo de su nieto entre sus brazos, mientras besaba su frente inerte derramando una lágrima tras otra. Pese a las privaciones, fue un buen muchacho, y pesaba bastante para su edad. Una idea atroz cruzó despiadadamente su cabeza e intentó de forma inútil hacerla a un lado. Se mantuvo paralizado con el chico en sus brazos, hasta que la feroz determinación le hizo finalmente moverse. Colocó a su nieto en el caballete dispuesto para la matanza y, con mano temblorosa tomó el hacha para despedazar la carne. Él no iba a comer, pero al menos sus chicos tendrían su cena de Navidad. Su última cena de Navidad.
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