Fernando J. López's Blog

January 17, 2018

La culpa es de los profesores

“Les falta formación”.


“Les falta motivación”.


“Les faltan ganas”.


Podríamos hablar de las reformas supuestamente educativas que se han ido sumando, sin orden ni concierto, en los últimos años. De la inversión insuficiente -y peor aún, decreciente- en educación. De aulas masificadas y del aumento de horas lectivas. De la reducción salarial y del deterioro de las condiciones laborales de los docentes.


¿Y para qué? La culpa es de los profesores.


Podríamos hablar de los kilómetros que hace cada día la mayoría de los docentes de la escuela pública. De los que tienen que mudarse y hacer malabares con su sueldo para trabajar en su primer destino. De la inestabilidad de las plantillas en la mayoría de los claustros, donde resulta casi imposible hacer equipo. De la situación precaria de tantos interinos. De materias afines que no guardan afinidad alguna. De bajas sin cubrir. De profesores que comparten centros. De cómo la mayoría de las actividades en colegios e institutos funcionan, sin recompensa alguna, gracias al voluntarismo de unos cuantos.


Eso no importa. La culpa es de los profesores.


Podríamos hablar de la segregación en nuestras aulas. De cómo se han aplicado el bilingüismo o la excelencia. De que cada día hay más “grupos buenos” y “grupos malos” que solo sirven para acomplejar a sus alumnos. De los centros que se están convirtiendo en guetos. De aulas con más de veinte repetidores. De la escasa -insuficiente y rídicula- inversión en FP. De la desaparición de los refuerzos. De las pruebas externas. De currículos desfasados. De PISA. De lo poco valorados que se sienten muchos docentes. De la disciplina en el aula.


No digas tonterías. La culpa es de los profesores.


Podríamos hablar, sentarnos a hablar de una maldita vez, sobre cómo es la vida real en las aulas. Y abordar el problema juntos: docentes, hartos de no ser escuchados; familias, cansadas de sentirse invisibles; alumnos, a quienes se niega el protagonismo de su propia educación. Pero resulta mucho más cómodo buscar un enemigo único -a ser posible, siempre el mismo- y lanzar contra él los cuchillos habituales -por suerte, ya ni siquiera eso nos sorprende-: los docentes que no están preparados, que -por muchos cursos que hagan o métodos que prueben- no se reciclan, que no van a clase motivados (porque, como es obvio, en los demás trabajos todo el mundo acude feliz, sin un mal día y por amor al arte). Y los hay, por supuesto que hay profesores que no se implican y de quienes no me siento orgulloso, llevo años denunciándolo, pero junto a ellos están los que sí. Una gran mayoría de profesores -y lo escribe alguien que visita unos ciento cincuenta institutos diferentes cada año- que pelea día día. Clase a clase. Los que tienen la culpa de que hoy seamos quienes somos. Los que nos han traído, aunque apenas se lo reconozcamos, hasta aquí. Como mucho, en un gesto lánguido e intrascendente, compartiremos un fotograma de alguna película que transcurra en las aulas, ya sea el Ryan Gosling de Half Nelson o el Robin Williams de El club de los poetas muertos o, en un prodigio de agradecimiento, retuitearemos la carta de Camus a su maestro y creeremos que, con eso, habremos cumplido. Pero la educación no se resuelve en un meme. Ni siquiera cuando lleva impreso un texto de Camus.


Podríamos buscar -es más, deberíamos hacerlo- el camino para un verdadero pacto educativo. Pero es imposible lograr pacto alguno sin descender a la realidad a pie de aula. Y total, para qué hacer semejante esfuerzo cuando su diagnóstico es tan obvio:


La culpa es de los profesores.

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Published on January 17, 2018 15:48

January 14, 2018

Mi insti no es OT

Esta semana he tenido el corazón dividido entre Roi y Ana War. Me cautiva la humildad del primero y la fuerza de la segunda. Sí, lo confieso: soy uno de los millones de espectadores a quienes ha sorprendido, para bien, la nueva edición de OT y que disfruta cada semana con la espontaneidad de su presentador, el buen hacer de sus profesores o el carisma de sus concursantes.


Sin embargo, me enervan las comparaciones triviales que se hacen entre la realidad en aquella Academia -nombre que no deja de encubrir un espacio televisivo- y nuestras aulas. Hoy mismo leía que “los profesores de instituto deberían aprender de los profesores de OT” y, ante semejante símil, no sabría ni por dónde empezar a desglosar las diferencias.


Se podría comenzar porque aquellos profesores solo imparten una materia y nivel, mientras que en los institutos cada docente imparte unas cuantas materias y niveles. O porque allí tienen solo un grupo de 16 alumnos (y decreciente: cada semana, uno menos) mientras que un profesor de instituto tiene una media de 150 a 200 alumnos cada curso. O porque en “la Academia” los alumnos son elegidos en un casting mientras que en los institutos intentamos dar respuesta a la educación como un derecho universal, inclusivo y que atienda a la diversidad. O porque allí el objetivo es eliminar y seleccionar solo a uno cuando la meta de la educación ha de ser integrar y rechazar cualquier forma de segregación. O porque poco tienen que ver las circunstancias de un adolescente de 2º o 3º de la ESO (13-14 años) con las de un joven de veinte. O porque en esa Academia no hay problema socioeconómico alguno frente a las diversas realidades familiares que vemos en los institutos. O porque allí hay un equipo de psicólogos para 16 alumnos mientras que nosotros apenas contamos con un orientador para todos los estudiantes del centro.


Pero más allá de las obvias diferencias (sumen cuantas quieran: hay más), me preocupa que caigamos siempre en la banalización cuando hablamos del hecho educativo. Convertir OT, por mucho que nos guste, en paradigma de la educación es el equivalente a proponer a Mr. Wonderful como paradigma de la filosofía contemporánea. Resulta cómodo creer que nuestras aulas son espacios habitados por jóvenes con familias que los apoyan, en condiciones económicas solventes y que llegan allí voluntariamente y dispuestos a vivir la experiencia de su vida. Se nos olvida que nuestros alumnos son adolescentes que proceden de realidades mucho más complejas, que su asistencia al aula es obligatoria y que su trabajo diario no les va a hacer ganar miles de seguidores en sus redes sociales. Convencerles de que su esfuerzo merece la pena es algo más complicado cuando, en una sociedad tan materialista y exhibicionista como la nuestra, su premio no es aparecer en prime time, ni asistir a una firma multitudinaria, ni grabar un disco. Y eso sin hablar de la situaciones de machismo, racismo, LGTBfobia o bullying que trabajamos a diario en el aula y que, según nos gustaría creer cuando vemos OT, ya están superadas. El formato nos ayuda a visibilizar -bravo por ello-, pero no caigamos en el error de generalizar: nada es tan peligroso para la igualdad real como la complacencia.


Así pues, como no teníamos bastante con gurús y mitos finlandeses, sumamos también un reality como modelo educativo, porque en este tiempo del tuit y la posverdad, nos asusta -y peor aún, nos cansa- profundizar en el análisis. Para que nuestras aulas sean espacios de futuro, tenemos que dejar a hablar a sus docentes, a sus alumnos, a sus familias. Y ese diálogo tiene que ser profundo y desde la verdad, desde esas aulas reales donde vivimos momentos menos amables que los impecables duetos de Alfred y Amaia o la capacidad de superación de Ana War. Porque si queremos más Alfreds, más Amaias y más Anas es necesario hablar de la realidad. Y dar la palabra, de una vez, a quienes la protagonizan.

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Published on January 14, 2018 02:43

January 7, 2018

Todas seremos reinas

Ayer hablaba con mis padres -cristianos y sinceros practicantes- de la polémica de la cabalgata de Vallecas y ambos mostraban tanto su sorpresa como su tristeza por lo que hemos tenido que escuchar estos días. “Estamos más atrasados de lo que creíamos”, sentenció mi padre. Y, como en tantas otras ocasiones, tuve que darle la razón. Sí, lo estamos.


No me ha sorprendido, lo confieso. A quienes llevamos años en el activismo, sea cual sea nuestra trinchera, nos consta que quedan muchas fronteras aún por cruzar. Que la visibilidad no es tan real como nos gustaría y que lo políticamente correcto sólo había ayudado a camuflar la homofobia latente que pervive en nuestra sociedad: no se fueron, solo es que han aprendido a esconderse. En especial desde que la, por entonces muy valiente, ley del matrimonio homosexual suponía un paso adelante que, además de ser imitado después en muchos países, confirmaba un avance indeleble en los derechos del colectivo LGTB.


Y quizá por eso, de entre toda la basura que hemos tenido que soportar estos días, me quedo con lo contrario. Me quedo con la gente (mucha) que se ha reído de la estrechez mental de quienes criticaban la presencia de una drag disfrazada de peluche infantil en una carroza (gracias, La Prohibida, por no echarte atrás y mantenerte en pie de paz frente a los violentos), me quedo con quienes pedían que la diversidad fuera cotidiana y real para que los niños de hoy sean los adultos tolerantes de mañana y me quedo con quienes han defendido la vida como una realidad abierta y posible, no como un lugar de exclusión y rechazo.


Las muestras de odio han sido virulentas y agrias. Desde amenazas a las integrantes de la carroza -donde, por cierto, iban niños- a insultos radiofónicos como el impresentable vómito verbal de Luis del Val en la COPE, recordándonos que para algunos los gays seguimos siendo -según dijo- “maricones de mierda”. Espero que el señor del Val recuerde con vergüenza sus palabras cuando conozcamos las nuevas cifras de acoso escolar homofóbico o nos recuerden que la cifra de menores LGTB que llegan a la ideación suicida alcanza, por desgracia, un porcentaje altísimo.


Quienes afirmaban que “una drag no es cosa de niños” son los mismos que opinan que no debería haber personajes homosexuales en una película o novela infantil, los que censuran algunos de mis libros en sus centros escolares -por desgracia, este año he vivido algún nuevo ejemplo- o los que, si pudieran decir lo que realmente piensan, si pudieran dejar libre el asco irracional y la ignorancia que los corroen, dejarían claro que prefieren que no haya maestros ni profesores LGTB en las aulas. Son los que se ríen cuando alguien tiene pluma, los que se burlan cuando un niño dice que quiere una muñeca para su cumpleaños, los que siguen diciendo que no se puede llamar matrimonio a una relación homosexual o los que consideran que el hecho de que dos chicos o dos chicas nos besemos en público es “provocar”. Lo triste es que, en ese grupo, también hay gente LGTB que, cada vez que salta una polémica de esta naturaleza, se sube a la carroza contraria: la de lo que se debe hacer “para no molestar”, como si tuviéramos que escondernos o pedir perdón por existir, haciendo explícita una homofobia interiorizada que es, posiblemente, uno de nuestros enemigos más complejos y persistentes en la actualidad.


Pero esta violencia tampoco debería sorprendernos. Es, por desgracia, consecuencia inevitable de los logros de la propia igualdad: históricamente, cada vez que una minoría consigue hacer efectivos y visibles sus derechos es esperable que se produzca un período donde los contrarios a ese avance se muestren aún más radicales en su odio y en su cerrazón. Son menos. La ley no los ampara. Y su discurso discriminatorio ya no tiene cabida en la sociedad futura, así que su reacción es proporcional a la rabia que todo eso les provoca.


Frente a la tristeza -sentimiento que, me consta, muchos hemos sentido estos días-, prefiero quedarme con dos ideas. La primera, la confirmación de que aún nos queda mucho por hacer: tenemos que seguir educando y visibilizando. Por no hablar de la atroz realidad de la población en LGTB en más de 70 países donde gays, trans y lesbianas siguen siendo condenados a penas de cárcel e incluso de muerte. Lugares donde se sufren purgas como la que se vive en Chechenia o donde, amparados por la religión y la ley, se los somete a vejaciones inimaginables. Por ellos, por nosotros es preciso que la población LGTB nos mostremos día a día en aquellos países donde -por suerte- tenemos la suerte de poder hacerlo gracias a tanta gente que se ha jugado la vida antes que nosotros. Que seamos visibles en la familia, en el trabajo, en nuestro entorno. Con naturalidad, con verdad, sin máscaras. Es necesario seguir creando modelos de diversidad desde las aulas, desde la cultura, desde el arte. No basta con subir a las carrozas del Orgullo una vez al año, hay que subirse en esa carroza -la de ser, sin miedo, nosotras y nosotros mismos- cada día.


Y la segunda idea a la que quiero aferrarme es que, cuando ese miedo aceche, será bueno recordar que somos más. Pensar que la carroza de la diversidad está llena de gente abierta y colaboradora, porque el progreso -pese a quien pese- es imparable y hoy quien es condenado al ostracismo no es quien vive su identidad, su amor y su deseo con libertad, sino quien vomita un “maricones de mierda” o amenaza a alguien por ser diferente. En eso, está claro, sí hemos avanzado. Y si hemos llegado hasta aquí, podemos llegar mucho más lejos. Tanto como para que el insulto, la agresión, la exclusión y el miedo sean hechos del pasado. Recuerdos de otro tiempo que algunos conocemos bien y que, esperamos, no tenga cabida en un futuro donde todas las niñas y todos los niños serán, como decía el lema de la carroza, las reinas de su propia vida.


 

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Published on January 07, 2018 02:44

December 2, 2017

Sufrir ‘bullying’ no te hace más fuerte

Últimamente leo y oigo mucho que “quienes hoy sufren bullying son los artistas de mañana”, que ese mismo bullying “te hace fuerte” y que, al final, “se logra la revancha”.





Dejando a un lado el retrógrado mensaje subyacente, donde el dolor -en el más puro estilo de “la letra con sangre entra”- se presenta como sinónimo de aprendizaje, me pregunto qué pensarán de esta buenista aplicación del cuento del patito feo los miles de niños, niñas y adolescentes que ahora mismo sufren acoso escolar y que no tiene vocación creativa alguna. Los miles de niños, niñas y adolescentes que saben, en carne propia, que no te conviertes en víctima de bullying por ser especial, sino por cuestiones a menudo tan triviales y difíciles de explicar a tu entorno que hasta te llevan a culpabilizarte injustamente por sufrir la violencia ajena. Rasgos físicos, de carácter, anécdotas ocurridas en el aula o cualquier otro detalle pueden ser suficientes para que alguien decida quebrar tu autoestima. Pero está claro que, ahora que ya hemos obligado a quienes padecen una enfermedad a comportarse como “héroes”, nos toca el turno de convertir también a quienes sufren el acoso escolar en futuros Da Vincis -y pobres de quienes no lo sean-, cayendo así en una perversa culpabilización de la víctima que se vende, sin embargo, como un mensaje positivo y vitalista.



Dudo que añadir la presión, en forma de leyenda autoficcional, de un éxito futuro calme ese dolor, sobre todo cuando, seamos honestos, ese éxito puede que no se produzca y, es más, para que llegue a ocurrir, no es necesario que nadie nos acose. Pero en esta sociedad, cada día más puerilizada, preferimos abordar un problema tan doloroso y prosaico como el bullying desde la moralina del cuento de hadas, como si bastase con esperar una elipsis Disney para encontrar “unos años después” al personaje humillado convertido en carismático triunfador. Y no solo es que nadie nos garantice esa glamourosa conversión, sino que, a menudo, esa elipsis ni siquiera llega a tiempo de producirse. En la realidad, ese dolor es tan intenso que muchas y muchos de ellos intentan quitarse la vida antes.





De ese dato, de las alarmantes cifras de suicidio adolescente, no hablamos tanto, ni de las secuelas y cicatrices que deja el acoso escolar en la autoestima de quienes lo padecen. A cambio, parece bastarnos con el mensaje hollywoodiense donde todo acaba con final feliz. Quizá por eso esta nueva generación tiene, cada día, más problemas para gestionar la frustración, el fracaso o la ira, porque hemos creído que es mejor endulzar su vida a base de prolepsis que hablarles desde la verdad, abordando -sin esconderlas- sus heridas y dándoles herramientas con las que construirse. Instrumentos que usar en el ahora y no en un hipotético futuro donde más que escucharlos a ellos siento que solo nos proyectamos, desde lo que nos gustaría ser o haber sido, a nosotros mismos.
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Published on December 02, 2017 07:31

July 1, 2017

Los libros que nos curan

Este cuaderno es, posiblemente, uno de los regalos de cumpleaños más excepcionales que me han hecho nunca.


Me lo trajo ayer una de mis lectoras adolescentes, una de esas chicas entusiastas y generosas que hacen que mi trabajo valga la pena. Ya me había buscado en otras firmas y anoche, en la Feria del Libro LGTBI, se acercó para darme este regalo: un cuaderno que no sólo contiene páginas en blanco -donde empezaré, lo prometo, alguna futura novela-, sino también su propia historia.



Un relato autobiográfico lleno de dolor, de dureza, de horror cotidiano y, al final, también de esperanza y de fuerza. Esa fuerza está en ella, y espero que eso jamás lo olvide, pero -en su relato- relaciona su reacción y su lucha con la lectura de Los nombres del fuego y el descubrimiento de Xalaquia. Y yo, que no pude acabar su texto sin llorar de rabia y de impotencia ante la violencia y la injusticia que sufren tantas jóvenes, también sentí al final un profundo abrazo. El que nos proporciona sabernos unidas, unidos a través de la magia de la ficción.


Este año he comprobado -en mis charlas en institutos, en mi voluntariado en el hospital, en mis encuentros con lectores- que la literatura sí nos salva. Sí nos cura. Así reza el lema del programa que llevamos a cabo entre la editorial Loqueleo, la Biblioteca Eugenio Trías y un hospital madrileño desde hace dos años, un trabajo de voluntariado donde intentamos que niños y adolescentes se sientan arropados, gracias a los libros, en situaciones muy difíciles. En mi caso, mi trabajo se centra en esas y esos adolescentes que han llegado a arriesgar su propia vida tras ser víctimas de realidades que los desbordan y de formas de violencia que, por desgracia, están demasiado presentes en nuestra sociedad. Allí, en ese hospital, corregí y escribí con ellas muchas páginas de Los nombres del fuego. Y allí, en ese mismo hospital, he empezado a escribir la que será, espero, mi siguiente novela para jóvenes. Esos mal llamados millenials de quienes, si los miramos con la atención, el cariño y el respeto que se merecen, podríamos aprender mucho los demás.


Su relato -su inmenso regalo- acaba con una frase que, con su permiso, hoy hago mía y aplico como lema:


“Gritaremos por quienes no pudieron gritar y seguiremos luchando, a través de generaciones, como Xalaquia.”


Gritemos, sí, gritemos. Y que la fuerza de la palabra, de la creación y del pensamiento nos ayuden a hacer de este mundo con tantas sombras un lugar mejor.

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Published on July 01, 2017 01:46

June 25, 2017

Mis motivos para el Orgullo

Mis motivos para reivindicar el Orgullo tienen nombre, rostro y su edad está entre los 13 y los 16 años.





Mis motivos son menores que no viven en los aledaños de Chueca, ni de la Latina, que ni siquiera cuando viven en Madrid acceden a esas calles porque, aunque lo hayamos olvidado, cuando tienes catorce años tu mundo es tu barrio, ese en el que no ondean banderas multicolor ni las parejas LGTB pasean idílicamente de la mano. Porque hay barrios donde quizá no ha llegado el siglo XXI, donde la realidad social está muy por detrás de la realidad legal, donde aún queda mucha pedagogía por hacer y mucha visibilidad por mostrar.



Mis motivos son adolescentes que viven en toda suerte de ciudades, de provincias, de lugares -rurales y urbanos- donde, aunque hayamos avanzado, todavía exista el miedo, y la discriminación, y la violencia. Menores cuya educación sentimental nace del victimismo de cierta ficción audiovisual y literaria -donde les enseñan que siendo LGTB sufrirán mucho hasta que den con el amor ideal: la moraleja es que si no quieren esa fórmula convencional están jodidos- o el triunfalismo del mercantilismo gay que ha convertido nuestra realidad en un producto de consumo y donde aprenden pronto que ser LGTB exige ser divertido, ingenioso, intelectual, fashionista y, por supuesto, triunfador.





Mis motivos para el Orgullo tienen iniciales. Las de los nombres con que se me presentan tras algunas de mis charlas en sus institutos o las de los pseudónimos -en su mayoría- con que me escriben tras leer alguno de mis libros para contarme que esa realidad perfecta que queremos vender desde nuestra narcisista complacencia no existe en su vida. Inciales como las de Y., J., R., S., H., B., C., T…, nombres que no olvido porque encierran historias que me duelen. Historias de acoso escolar. O de rechazo familiar. O de centros educativos que, cuando eres trans, aún no aplican el protocolo que te permite vivir tu identidad sin que te obliguen a ir al baño equivocado. Historias de padres que los y las han echado de casa. De insultos recibidos dentro o fuera del centro escolar. De agresiones no sólo físicas, también psicológicas que a veces -demasiadas- ni siquiera se atreven a denunciar.





Mis motivos tienen catorce, tienen quince, tienen dieciséis años y algunos, a pesar de su juventud, ya han intentado quitarse la vida. Incluso más de una vez. Por suerte, no lo han conseguido. Siguen aquí. En pie de rebeldía. Con cicatrices que, por pequeño que me sienta, intento ayudar a cerrar a través de la literatura. Y no sé si eso les servirá de algo, pero yo necesito creer que sí. Que esos libros, cuando llegan a esos barrios y esas ciudades que no son Chueca, que no son el Circuit, ayudan a quien los lee a sentir algo menos de soledad y un poco más de fuerza.





Por eso -por cada uno de esos adolescentes- celebro el Orgullo esta semana. Y cada día. Porque dudo que baste con acudir a un desfile a una vez al año. Somos la primera generación que tiene derechos que otras ni siquiera pudieron soñar, así que ese derecho también trae consigo el deber social de hacernos visibles cada día. De dar ejemplo y convertirnos en referente de naturalidad para esos adolescentes que viven lejos de Fuencarral o de la Plaza de Pedro Zerolo. Visibles en ese desfile imprescindible de lo cotidiano. Sin miedos. Sin máscaras. Y sin complejos. Orgullosos y orgullosas porque somos más quienes apostamos por la igualdad y la diversidad que quienes quieren imponernos su miedo.
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Published on June 25, 2017 02:32

June 22, 2017

Gracias, colegas

Este curso he visitado, en toda España, casi 200 centros de Enseñanza Secundaria y Bachillerato con alguna de mis novelas. Casi 200 institutos de toda clase y condición -públicos, concertados, privados- donde me he encontrado, en un altísimo porcentaje, con muchos colegas docentes que se dejan la piel para fomentar la pasión lectora entre su alumnado. Docentes que no sólo organizan el encuentro con el autor del libro que han leído -en este caso, quien firma estas líneas-, sino que también inventan, proponen y seducen a sus estudiantes con un sinfín de actividades que alimentan su creatividad y su inquietud intelectual.


Docentes que han resistido en un curso lleno de vaivenes, de dudas, de desinformación. Docentes que siguen poniéndole ganas a su trabajo a pesar de los continuos recortes y del constante deterioro de sus condiciones de trabajo. Docentes que este año han dado clase en 4º ESO y en 2ºBachillerato sin saber hasta el último minuto cómo se iba a titular o cuál sería el modelo de la nueva -que, al final, resultó ser muy vieja- Selectividad. Docentes que tienen que soportar que les digan que hagan abanicos de papel mientras sus grupos se cuecen en sus aulas. Docentes que aguantan que todo el mundo hable de su trabajo y proponga recetas mágicas a pesar de no estar, como están ellos, a pie de aula. Docentes que tienen que apretar los dientes ante el buenismo mediático, la demagogia de ciertos gurús y tuitstars -otrora educadores- y que, al final, son los que menos hablan de educación porque, al parecer, a nadie le interesa la realidad que nos puedan contar. Esa realidad hecha de menores en riesgo de exclusión, de vidas complejas, de necesidades de apoyos y refuerzos que nunca llegan, de ganas de dar salidas y futuro a quienes a veces tan sólo se llega a intuir gracias a las cifras -en continuo ascenso-  de alumnos por grupo  -y de grupos por profesor- en nuestros institutos.


Y mientras la realidad educativa no sea visible, mientras sigamos en esa mezcla imposible entre la utopía bienintencionada (o cuñadismo coelhiano) y la crónica de sucesos (cómo les gusta jalear la carnaza a ciertos medios), mientras creamos que todos somos expertos en educación y tenemos la respuesta adecuada, mientras no dejemos que los docentes hablen, seguiremos en esta tierra de nadie, avanzando a trompicones por una situación que nos supera y que hace tiempo que a todos -alumnos, familias, profesorado- nos tiene desbordados.


Por eso, ahora que acaba el curso, quiero compartir estas líneas a modo de sincera ovación de elogio -y de apoyo- a todas esas compañeras, a todos esos compañeros que siguen peleando para sacar adelante a una adolescencia en la que creen y a la que animan, por la que luchan aunque los medios sean cada vez menores y los obstáculos, más injustos. Cerrar este curso en Comunidades como la madrileña con la amenaza de acabar las clases en julio es otro de esos despropósitos con los que “se premia” un trabajo que, definitivamente, no goza ni del reconocimiento ni del respeto que se merece.


De momento, pese a todo, los docentes resisten. Resistimos. Será que la pasión por enseñar es más fuerte que todas las dificultades en el camino, aunque  a veces -en años tan erráticos como éste- me pregunto si esa fortaleza tendrá algún límite. Y por nuestros más jóvenes, por todos esos adolescentes que están en nuestras aulas, prefiero creer que no.


Feliz verano, compañeros. Y gracias.


Por todo.

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Published on June 22, 2017 01:04

June 14, 2017

Pasión docente

Esto no es una despedida. Así que no te enfades, Amador, que ya sabemos que preferías escabullirte cuando nadie se daba cuenta. «Yo soy más de irme a la francesa» me decías y siempre supuse que lo hacías para evitar el alud de abrazos y besos que tu presencia desataba a tu paso.


Era imposible no quererte, aunque a veces intentaras camuflarte tras ese muro zamorano que, bien lo sabías, estaba lleno de huecos por los que se podía penetrar hasta ti. Ese muro que se desvanecía nada más conocerte porque estabas tan lleno de amor que, al final, siempre encontrabas el modo de hacernos llegar ese afecto. Una palmada a tiempo, una sonrisa cómplice, un saludo cargado de empatía. Y si ya es difícil gustar por igual a alumnos, a colegas y a padres, ser capaz de enamorarlos roza, sencillamente, lo heroico. Una proeza que para ti era algo cotidiano, porque tenías el don de seducirnos a todos en una especie de comunión orgiástica de la que tu bondad y tu alegría siempre fueron el centro. Esa alegría que, ahora que no te tengo tan cerca, intento mantener en pie de orgullo por ti. Y por nuestra amistad.


No, Amador, esto no es una despedida. Esto, en realidad, es un encuentro.


Una excusa para hacerte presente a través de todos los que guardamos dentro un pedazo de ti. Compañeros, madres, padres y, sobre todo, alumnos. Tus alumnos. Esos zangolotinos que querías con locura dentro y fuera de las aulas, que compartían contigo momentos en el instituto y que, cuando se graduaban, okupaban tu casa en busca de conversación, cervezas y complicidad. Hoy, como no hemos conseguido que nos abras la puerta, te hemos traído de nuevo aquí, a nuestro San Juan, al lugar donde nos conocimos y tuvimos la suerte de que tu magia nos cambiara la vida. Porque no se podía ser el mismo después de conocerte. No se podía mirar la realidad desde la prosa cuando tú nos provocabas desde la poesía. Desde esa verdad honesta y bondadosa que te convirtió en un modelo para quienes te rodeábamos. Porque lo poco que sé de dar clase lo aprendí de ti. A tu lado. Desde que no era más que un torpe novato que escuchaba embobado aquellas conversaciones fascinantes entre tú y nuestro querido Santos. Si hoy puedo presumir de algo en esta profesión no es de lo que he enseñado, sino de las personas de las que tuve el lujo de aprender.


Y aunque a ti te moleste que te lo recuerde, Amador, cuando te conocí, ya eras un referente, pero es que ahora es mucho peor. Ahora, –y me temo que vas a tener que aguantarte-, ya casi eres  un mito. Tu nombre no caerá en el olvido, y no sólo porque engrandezca desde hoy nuestra biblioteca, sino porque seguirás apareciendo en decenas, en cientos de conversaciones sobre qué es educar, sobre cómo debería ser esa educación, sobre lo que es posible conseguir en nuestras aulas. Y siempre habrá alguno de nosotros que te ponga de ejemplo. Que cuente alguna anécdota, como aquella vez que nos dio a los dos por dar una charla sobre literatura erótica entre citas del Marqués de Sade y atónitos alumnos de la ESO… Y tendrás que resignarte a esta costumbre quizá algo incómoda de la eternidad, porque tu nombre no es de los que se desdibujan con el paso del tiempo, sino de los que se hace fuerte en el recuerdo. Porque tu nombre encierra dentro de sí un himno. El de los que seguimos creyendo que la educación puede cambiar el mundo.


Te pronuncio: Amador, y entonces recuerdo que tengo que continuar con esa labor porque siento que, en mí, vives en ella, porque gracias a ti aprendí a amar a todos esos maravillosos adolescentes  que hemos conocido juntos en estos años. Y quizá si los entendías tan bien, es porque tú siempre fuiste uno de ellos, porque jamás has dejado de tener quince, dieciséis años, porque en tu mirada latía toda su curiosidad y en tu corazón, toda su vehemencia. Eso también lo aprendí a tu lado, que todos somos adolescentes aunque a veces queramos olvidarlo.


Cómo no enamorarse de ti. De alguien que amaba a sus alumnos con tanta devoción como a sus libros. Como a su música. Y como a sus amigos. Ya te lo decía al principio: esto no es una despedida, Esto es un gracias.


Un gracias por cada vez que nos recordaste que nunca habremos leído, vivido, reído, bebido ni amado lo suficiente.


Un gracias por ser parte de esa generación de mujeres y de hombres que sacaron este país de la ignorancia y lo trajeron a este presente que sin vosotros jamás hubiera sido.


Un gracias por ser timón canallesco de libertad y de carpe diem.


Y, sobre todo, un gracias por quedarte ya para siempre aquí, justo donde la poesía se roza con la vida, muy dentro de nosotros.


Madrid, 14 de junio 2017

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Published on June 14, 2017 14:07

June 11, 2017

Desde mi caseta

Acaba un año más la Feria del Libro y, tras haber pasado allí tres días de firmas, supongo que ahora debería escribir sobre las aglomeraciones ante  los youtubers, o sobre la caza y captura de tal o cual famoso, o sobre cómo un acto literario se ha transformado en un evento mediático. Pero, sinceramente, hoy no me apetece hablar de de eso. Aun siendo verdad, no tiene relación alguna con la verdadera esencia de una Feria que, este año, he disfrutado más que nunca. Quizá porque he acudido sin demasiadas expectativas, o porque me he permitido disfrutarlo como un emotivo reencuentro con amigos de todas las épocas de mi vida -algo que me hace sentir profundamente afortunado-, o porque -sin casi darme cuenta- me he ido rodeando de un grupo de agradecidos lectores, mucho más amplio de lo que imaginaba y que, además, acuden a la caseta no sólo para pedirme una firma -eso es lo de menos-, sino para regalarme su tiempo y hacerme partícipe de lo que han sentido con alguno de mis libros.


Lectores que, además de llevarse un ejemplar firmado, han dejado este año en mi caseta regalos inesperados y emocionantes. Libros que me recomendaban y hasta me compraban en casetas próximas. Dibujos y fotografías que relacionaban con los temas de algunas de mis novelas  y que ahora guardo en mi escritorio. Chocolates con los que hacer más llevadera -y dulce- la mañana. O cuadernos tuneados e ilustrados para que empiece en ellos mis próxima historia, pues habían leído en alguna entrevista que empezar cada nuevo libro en un cuaderno es una de mis más (muchas) manías . Incluso hubo quien, inspirado por la redacción a máquina de Marcos en La edad de la ira, me compuso un poema que tecleó en su propia máquina de escribir, tras rescatarla de alguno de esos trasteros donde ocultamos el paso del tiempo.


Lectores que, de repente, te piden un abrazo o que se emocionan cuando recuerdan por qué llegaron a tu novela y cómo les ayudó en un determinado momento de su vida. Lectores que, te cuentan, te buscan de año en año y a quienes ya empiezo a conocer porque sé que, cada Feria, nos encontramos de nuevo gracias a los libros. Historias que nacen de historias y que, a veces, hasta acaban convirtiéndose en una amistad. Lectores que vienen de ciudades más o menos lejanas y que se reservan un hueco en su paseo por una Feria gigantesca y multitudinaria para visitarte, hacerse una foto contigo y darte ánimos para que no dejes de escribir.


Y entre todos ellos, con su permiso, me quedo con esos adolescentes que son, y ellos lo saben, mi mayor orgullo. Porque me emociona verlos en la fila esperando una firma de mis novelas, ya sea o no juvenil, y me alegra ver a lectores de 16 o 17 años llevándose consigo un ejemplar de Cuando todo era fácil, demostrando que la literatura -y eso nunca me cansaré de repetirlo- no tiene edad. O cómo agotaron -sí, los agotaron: yo tampoco me lo podía creer- los ejemplares de #malditos16 en la caseta del Ministerio de Cultura, dejando claro que también les interesa el teatro, siempre que el teatro no los olvide y les hable a los ojos, sin condescendencia. Adolescentes que vienen a verme con sus amigos, con sus hermanos o con sus padres y que, a menudo, me han conocido en alguno de los institutos donde voy llamado por sus profesores. Y pensar que, tras haberse aproximado a mí desde sus lecturas obligatorias, ahora deciden regresar como lectura libre y voluntaria es, seguramente, el mayor premio que jamás podrían darme. El que más feliz me hace.


Mi historia en la Feria no es la de los autores que aparecerán mañana entre los títulos más vendidos. Ni la de los que tienen vallas de contención alrededor de la caseta para evitar el alud de fans. Mi historia es la de alguien que -y eso ya me parece milagroso- vive de la literatura, de cada historia que inventa y de cada escena que imagina, alguien que tras haber compartido dos semanas de Feria con sus lectores siente un profundo agradecimiento por el cariño recibido. Tanto que, a pesar de los obstáculos, piensa seguir escribiendo y dejándose la piel en cada página. Aunque sólo sea para tener excusas con que volver a vernos, bajo la cómplice mirada del Retiro, el año que viene.

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Published on June 11, 2017 02:14

April 26, 2017

Lo real y lo posible

“Necesitaba oír que a veces sí es posible.”





Esta semana visitaré, en total, ocho institutos. La próxima, unos diez. La siguiente, otros tantos… Y a veces, en medio de esta vorágine, necesito oír palabras como la de esta alumna para recordar que cada uno de esos encuentros sí que tiene sentido.





En todos ellos intento ser sincero, honesto con lo que hago y con lo que vivo, y cuando en un grupo de la ESO me preguntan por mi oficio prefiero obviar el relato edulcorado y ser más bien realista. Así que les hablo de la colección de sobres que guardo con los noes de todas las editoriales que decidían no publicarme, de los años en que -con la autoestima bajo mínimos ante tanta negativa- me costaba encontrar fuerzas para seguir escribiendo y, por qué no, también de lo que viene una vez que lo consigues: los kilómetros, los hoteles, la soledad, la batalla por lograr una simple entrevista o una tímida reseña cuando sacas libro y no eres un rostro conocido o hasta la extrañeza en esa primera feria del libro donde, como no has participado en Masterchef, apenas recibes visitas de amigos y familiares.





Y les hablo de todo ello para que vean que, a pesar de todo, sí es posible, que -como hoy es mi caso- se puede llegar a vivir de la palabra, de la emoción, de la fantasía. Se puede siempre que haya trabajo, esfuerzo, constancia, un ápice de suerte y, ante todo, voluntad de no rendirse. La terquedad que llevó a aquel chaval de Alcorcón a desoír las voces de quienes le decían, una y otra vez, que debía ser más realista, que era mejor conformarse, que la literatura no era una opción de vida. Al menos, no una opción a su alcance. Ese chaval que se moría de miedo cuando tenía que hablar en público y que sigue siendo el que hoy tira de mí, cuando las fuerzas fallan, cuando me supera el calendario de eventos o me agota ese particular bullying de ciertos círculos literarios, que tanto disfrutan distribuyendo carnés de pertenencia o expidiendo certificados de exclusión. Y si, al final, sacan la conclusión de que la pasión y el trabajo pueden vencer todo eso y se deciden a no rendirse, a no renunciar a ser quienes quieran ser, ya me merece la pena cada encuentro.





Ojalá esa alumna de 1ºESO que hoy me confesaba que escribir es su sueño jamás deje de hacerlo, porque cuando alguien siente que lleva consigo algo que contar es porque, de verdad, tiene que hacerlo.
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Published on April 26, 2017 04:31

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Fernando J. López
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