Cuidaré de ti
Mientras levantaba la mano, para despedirme de mi jefe, el gato de la señora Jones, una de las asistentes asiduas a la biblioteca, se frotó contra mis piernas. Él le ofrecía a su dueña apoyo emocional.
—Adiós, señora Jones.
—Bye, Emily.
Le habló como bebé al animal, lo tomó en brazos y se marchó.
El reloj marcaba las cinco en punto, mi hora de salida. No regresaría al trabajo hasta dentro de dos semanas pues la ciudad decretó un toque de queda durante ese tiempo. Enfrentábamos una pandemia y, a pesar de las medidas previsoras en los días previos, los casos continuaban en aumento.
Bajé los escalones de dos en dos, en tanto, pinchaba mis mejillas y alisaba la falda del traje sastre. Al llegar a la acera me detuve un instante y distraída jugué con el colgante, del árbol de la vida, que fue de mamá. Allí estaba él, apoyado en el cofre de su vehículo con los brazos cruzados sobre el pecho y la cabeza baja.
Una sonrisa tonta se adueñó de mis labios al percatarme de las briznas de harina en su cabello negro. William era el dueño de la pequeña cafetería que se encontraba a dos cuadras y donde preparaban el mejor café de la zona. Nos conocimos durante la inauguración hacía seis meses. Desde entonces entablamos una amistad y fue como descubrí que amasaba pan cuando se sentía estresado.
Me obligué a salir de mi ensoñación y me acerqué con paso ligero. En ese mismo instante él levantó la cabeza y una sonrisa radiante curvó sus labios.
—Gracias por llevarme a casa.
Negó con la cabeza a la par que se giraba para abrir la puerta de pasajeros.
—Ni en sueños te permitiría tomar el metro.
Incapaz de contener una sonrisa subí y coloqué el bolso sobre las piernas. Me guiñó un ojo, cerró la puerta y rodeó el vehículo. En pocos minutos lo puso en marcha. Inhalé profundo al percibir el tenue aroma del azúcar mezclado con especies y café que lo caracterizaba.
Nos incorporamos al tráfico que ese día era intenso. El presidente ofreció una conferencia de prensa alrededor de las doce del mediodía con las directrices que debíamos seguir. Todos debíamos permanecer en casa, evitar el contacto con las superficies y estar a más de metro y medio de distancia de los demás.
Mordí mis labios al escucharlo pues el transporte público quedó descartado. Me tardaría más de una hora en caminar hasta la casa y el toque de queda comenzaba a las seis. La primera llamada que recibí fue la de mamá quien insistía en que saliera despavorida a comprar mascarillas, guantes y papel higiénico. Logré colgar con el pretexto de una reunión de último minuto. Pocos minutos después mi teléfono vibró con un mensaje de William ofreciéndome transportación.
—Este día ha sido de locos.
—Una gran cantidad de personas se acercó a la biblioteca y en lo único que pensaba era en que a nadie se le escapara un estornudo. Me preocupaba que corrieran despavoridos y tumbaran los anaqueles.
—Eso sería un desastre.
—Dos semanas no alcanzarían para clasificarlos.
Por un segundo desvió la mirada de la carretera y me observó. Diminutas patas de gallo se extendieron por sus ojos, como el café más puro, señal inequívoca de que mis palabras le divertían.
Regresó su atención al tráfico cuando el semáforo cambió a verde. Metió primera y llevó la mano a la garganta y la frotó con el ceño fruncido. Contuve el aliento, mas, me distraje cuando pegó un bocinazo por un inconsciente que cambió de carril y por poco nos choca.
Cerca de cuarenta y cinco minutos después se detuvo frente a mi casa. Desabroché el cinturón y me colgué el bolso en el hombro.
—Gracias.
Abrí la puerta y un único pensamiento me asaltó de repente: No lo vería en todo ese tiempo. Un vació se apoderó de mi estómago a la vez que un estremecimiento me recorrió la piel.
—Espera.
Giró sobre su asiento y tomó una caja, la cual me extendió. Había un par de botellas de desinfectantes y alcohol. Bajó, abrió la cajuela y sacó una caja de agua y una con el logo de la cafetería.
—Sé que estos te gustan.
Asentí con una sonrisa.
Entramos a la casa y llegamos a la cocina. Coloqué los bollos en un plato y la greca sobre la hornilla. En lo que el agua se calentaba tomé los desinfectantes para guardarlos debajo del fregadero. Escuché a William carraspear. Giré con los ojos muy abiertos, solo nos separaban unos centímetros pues él acomodaba el agua en la alacena. Entonces… estornudó.
Mis dedos se movieron autónomos. Una nube de antiséptico lo cubrió y su olor característico inundó el lugar mientras un gritito escapaba de mi garganta. Su camisa terminó empapada. Sus manos en alto como si con eso lo hubiera podido evitar.
—¿Tienes gato? —Para ese momento los ojos le lagrimeaban.
Negaría con firmeza cuando recordé al gato de la señora Jones.
—No. —Mis labios en una mueca.
Se comportó con frialdad a pesar de mis disculpas.
Lo acompañé hasta la puerta y, tras una bocanada de aire, se inclinó para dejar un beso en mi mejilla. Con la respiración contenida intenté dominar el cosquilleo en mi garganta, cerré los puños, mas, el estornudo encontró la forma de escapar.
Él se alejó de inmediato con los hombros tensos. La vergüenza no me permitió decir nada más.
A la mañana siguiente caminé hasta la puerta cuando el timbre sonó. Apenas pude dormir en la noche, amanecí mocosa y con ojos llorosos.
Al abrir cubrí mis labios mientras un colibrí revoloteaba en mi interior. William estaba frente a mí con un termo caliente y una caja de bollos. El calor se concentró en mis mejillas cuando me dedicó una sonrisa tímida. Mi aspecto daba mucho que desear y él estaba impoluto.
—¿Qué haces aquí? —Mi voz nasal.
Levantó la mano para acomodar un mechón de mi cabello.
—Cuidaré de ti.
—Adiós, señora Jones.
—Bye, Emily.
Le habló como bebé al animal, lo tomó en brazos y se marchó.
El reloj marcaba las cinco en punto, mi hora de salida. No regresaría al trabajo hasta dentro de dos semanas pues la ciudad decretó un toque de queda durante ese tiempo. Enfrentábamos una pandemia y, a pesar de las medidas previsoras en los días previos, los casos continuaban en aumento.
Bajé los escalones de dos en dos, en tanto, pinchaba mis mejillas y alisaba la falda del traje sastre. Al llegar a la acera me detuve un instante y distraída jugué con el colgante, del árbol de la vida, que fue de mamá. Allí estaba él, apoyado en el cofre de su vehículo con los brazos cruzados sobre el pecho y la cabeza baja.
Una sonrisa tonta se adueñó de mis labios al percatarme de las briznas de harina en su cabello negro. William era el dueño de la pequeña cafetería que se encontraba a dos cuadras y donde preparaban el mejor café de la zona. Nos conocimos durante la inauguración hacía seis meses. Desde entonces entablamos una amistad y fue como descubrí que amasaba pan cuando se sentía estresado.
Me obligué a salir de mi ensoñación y me acerqué con paso ligero. En ese mismo instante él levantó la cabeza y una sonrisa radiante curvó sus labios.
—Gracias por llevarme a casa.
Negó con la cabeza a la par que se giraba para abrir la puerta de pasajeros.
—Ni en sueños te permitiría tomar el metro.
Incapaz de contener una sonrisa subí y coloqué el bolso sobre las piernas. Me guiñó un ojo, cerró la puerta y rodeó el vehículo. En pocos minutos lo puso en marcha. Inhalé profundo al percibir el tenue aroma del azúcar mezclado con especies y café que lo caracterizaba.
Nos incorporamos al tráfico que ese día era intenso. El presidente ofreció una conferencia de prensa alrededor de las doce del mediodía con las directrices que debíamos seguir. Todos debíamos permanecer en casa, evitar el contacto con las superficies y estar a más de metro y medio de distancia de los demás.
Mordí mis labios al escucharlo pues el transporte público quedó descartado. Me tardaría más de una hora en caminar hasta la casa y el toque de queda comenzaba a las seis. La primera llamada que recibí fue la de mamá quien insistía en que saliera despavorida a comprar mascarillas, guantes y papel higiénico. Logré colgar con el pretexto de una reunión de último minuto. Pocos minutos después mi teléfono vibró con un mensaje de William ofreciéndome transportación.
—Este día ha sido de locos.
—Una gran cantidad de personas se acercó a la biblioteca y en lo único que pensaba era en que a nadie se le escapara un estornudo. Me preocupaba que corrieran despavoridos y tumbaran los anaqueles.
—Eso sería un desastre.
—Dos semanas no alcanzarían para clasificarlos.
Por un segundo desvió la mirada de la carretera y me observó. Diminutas patas de gallo se extendieron por sus ojos, como el café más puro, señal inequívoca de que mis palabras le divertían.
Regresó su atención al tráfico cuando el semáforo cambió a verde. Metió primera y llevó la mano a la garganta y la frotó con el ceño fruncido. Contuve el aliento, mas, me distraje cuando pegó un bocinazo por un inconsciente que cambió de carril y por poco nos choca.
Cerca de cuarenta y cinco minutos después se detuvo frente a mi casa. Desabroché el cinturón y me colgué el bolso en el hombro.
—Gracias.
Abrí la puerta y un único pensamiento me asaltó de repente: No lo vería en todo ese tiempo. Un vació se apoderó de mi estómago a la vez que un estremecimiento me recorrió la piel.
—Espera.
Giró sobre su asiento y tomó una caja, la cual me extendió. Había un par de botellas de desinfectantes y alcohol. Bajó, abrió la cajuela y sacó una caja de agua y una con el logo de la cafetería.
—Sé que estos te gustan.
Asentí con una sonrisa.
Entramos a la casa y llegamos a la cocina. Coloqué los bollos en un plato y la greca sobre la hornilla. En lo que el agua se calentaba tomé los desinfectantes para guardarlos debajo del fregadero. Escuché a William carraspear. Giré con los ojos muy abiertos, solo nos separaban unos centímetros pues él acomodaba el agua en la alacena. Entonces… estornudó.
Mis dedos se movieron autónomos. Una nube de antiséptico lo cubrió y su olor característico inundó el lugar mientras un gritito escapaba de mi garganta. Su camisa terminó empapada. Sus manos en alto como si con eso lo hubiera podido evitar.
—¿Tienes gato? —Para ese momento los ojos le lagrimeaban.
Negaría con firmeza cuando recordé al gato de la señora Jones.
—No. —Mis labios en una mueca.
Se comportó con frialdad a pesar de mis disculpas.
Lo acompañé hasta la puerta y, tras una bocanada de aire, se inclinó para dejar un beso en mi mejilla. Con la respiración contenida intenté dominar el cosquilleo en mi garganta, cerré los puños, mas, el estornudo encontró la forma de escapar.
Él se alejó de inmediato con los hombros tensos. La vergüenza no me permitió decir nada más.
A la mañana siguiente caminé hasta la puerta cuando el timbre sonó. Apenas pude dormir en la noche, amanecí mocosa y con ojos llorosos.
Al abrir cubrí mis labios mientras un colibrí revoloteaba en mi interior. William estaba frente a mí con un termo caliente y una caja de bollos. El calor se concentró en mis mejillas cuando me dedicó una sonrisa tímida. Mi aspecto daba mucho que desear y él estaba impoluto.
—¿Qué haces aquí? —Mi voz nasal.
Levantó la mano para acomodar un mechón de mi cabello.
—Cuidaré de ti.
Published on April 20, 2020 20:59
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rmdeloera
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