En cada pecho vive una semilla
amarga, un centro negro que palpita
elegías al hombre que una vez
llamó desde su sueño, oculto en las murallas
en cuyo centro yacen
una piedra, una duda, la añoranza
del alba y de los cantos,
y una voz que agoniza
cuando admira los cielos oscuros y quebrados
diciéndole:
Padeces el pasar
de las horas, el miedo a contemplar tu rostro,
a imaginar la sombra tras el velo,
a sufrir la caída
de un ave en tus abismos,
y a oír el fin, el último aleteo.
Es cierto,
todo hombre ve ese núcleo, la piedra
sola en el pensamiento,
las alas rotas descansando en la sima,
y oye el eco lejano de bandadas
en fuga hacia la noche insondable
que yace en sus entrañas,
pero le es imposible concebir
un tamaño al fondo, un tiempo a su pesar.
Tienta a ciegas, escarba en la oquedad
de sí —el corazón—, y sigue fiordos,
hondonadas, fracturas, vastos mares
violentos que también exclaman: Sálvame,
eleva un verso desgarrado al ser
de quebrantos que guardo en la nostalgia,
a la estela del pájaro que busco
sin suerte, sin sentido
entre mis ruinas.
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