Estrella fugaz

Era la madrugada del 25 de Diciembre de 2016, pasadas las 00:00 hs. hace un ratito. La gente seguía saludándose, repartiendo, entregando y abriendo regalos. En la quinta habían muchas personas… y no faltaban los típicos personajes de cada Nochebuena: el tío borracho, el niño que sólo quiere abrir sus regalos, el primo lindo que piensa en salir, el que le saca fotos a todos y a todo, el que hace de Papá Noel, el bebé que no llega despierto a las 12, la primita que no para de jugar y bailar, algún amigo o vecino que pasa a saludar un ratito, etc. Las mujeres estaban trayendo las cosas de la mesa dulce que tanto me encantan: turrones, garrapiñadas, maní con chocolate, almendras, pan dulce, budín. Yo estaba sentado con Anita, charlando y tomando sidra. Ya habíamos intercambiado regalos, ella me regaló un precioso sweater estilo navideño de Harry Potter que siempre había querido (me conoce tan bien). Ya habíamos saludado a todos, ya habíamos brindado y ahora estábamos ahí, haciendo sobremesa y recibiendo la Navidad. De fondo sonaba una de esas típicas radios de pueblo que pasan música variada y a la cual la gente llama para mandar saludos (siempre me compadecí de la gente que le toca trabajar en Nochebuena y de la gente que no tiene otra cosa mejor que hacer que llamar a una radio para mandar saludos). De pronto sonó la canción “Vente pa’ acá” y yo no pude contener mi emoción. Me paré de inmediato de la silla y la agarré a Anita de la mano.


– Amiga, ¡vení! Este es el tema que te decía, ¡bailemos!


Anita no entendía mucho de qué le estaba hablando exactamente, pero me siguió de todas maneras. Nos alejamos un poco de la mesa y de la gente y fuimos hacia el pasto, donde no molestábamos a nadie ni nadie nos molestaba a nosotros. Yo me conocía el tema de memoria y bailaba sin control, pero Anita bailaba a medida que iba descubriendo el tema, y puedo decir que le gustaba. La tomé de las manos y bailamos juntos, giramos, cantamos, nos divertimos y reímos. De esa risa que es contagiosa y que crece cada vez más, que terminan doliéndote los abdominales de tanto reírte y terminás cansado. Cuando terminó el tema, Anita me abrazó muy fuerte.


– ¡Gracias! Me encantó.


Y yo no respondí nada, simplemente la abracé porque, a veces, eso es todo lo que necesita una mujer: un mimo. En la radio comenzó a sonar un lento, de esos clásicos, no me pregunten el nombre porque no lo sé (¿ven por qué les digo que esas radios pasan “música variada”?). Y Anita no me soltaba y yo tampoco a ella, no decíamos nada, sólo nos perdíamos en la música y comenzamos a balancearnos, y de repente estábamos bailando otra vez, ahora un lento del año del jopo. Después de eso, recuerdo que nos sentamos al borde de la pileta con los pies adentro del agua, era una noche calurosa de verano. Y de nuevo nos pusimos a charlar, de cosas sin sentido, de cosas profundas, de la vida, etc. y mirábamos al cielo, a la noche estrellada. El cielo en cualquier lugar alejado de la ciudad es más hermoso… sin grandes edificios, despejado, inmenso, infinito. Y justo ahí, en ese momento, sucedió algo milagroso: una estrella fugaz pasó surcando el cielo a lo ancho, en nuestras narices, y se perdió en el horizonte. Anita me tocó el hombro y me sacudió para que se lo confirme, para chequear que no era un sueño, una ilusión.


– ¡Amigo! ¿Viste eso?


– Sí, Ani. Lo vi…


– Tenemos que pedir un deseo.


Y cerré los ojos con fuerza para no ver nada y concentrarme. Tenía que ser muy claro y específico con lo que quería así que me tomé mi tiempo. No hacía falta cerrar los ojos con tanta fuerza, pero quizás si cerraba los ojos con fuerza y pedía el deseo con fuerza, este se cumpliría. Lo pensé, lo describí en mi mente con lujo de detalle, intenté visualizarlo hasta casi sentirlo real, finalmente lo pedí y lo mandé al universo. Al abrir los ojos, vi las estrellas, pero no hablo del cielo de 9 de Julio sino de la mismísima Vía Láctea, ese fondo negro y los puntitos de colores que uno ve cuando se marea y se le nubla la vista. De pronto, volví a ver la cara de Anita frente a mí: su rostro fresco, su sonrisa traviesa, su pelo anaranjado y sus ojos que me miraban expectantes.


– ¿Y? ¿Qué pediste? Tardaste un montón…


– Es que hay que tener mucho cuidado con lo que uno desea, mirá si después se te cumple y no es como esperabas… Hay que ser bien específico.


– Bueno, ¿y qué pediste?


– ¿Que no te vayas? Que no me dejes… que puedas encontrar lo que te haga feliz, pero acá… Quizás sea un poco egoísta, perdón.


Los ojos de Anita rebozaban lágrimas, se abalanzó sobre mí y me abrazó bien fuerte.


– ¡Ay, amigo! Te quiero tanto.


– Yo también, Ani.


Y lloramos un poquito en el hombro del otro hasta que nos calmamos y nos soltamos.


– Qué feo y qué hermoso eso que pediste.


Los dos nos reímos.


– ¿De verdad te vas a ir?


– ¿A México decís, gordo? La verdad no sé… Me encantaría, tengo muchas ganas y sé que podría hacerlo tranquilamente, no es un imposible. Pero a veces me agarra la duda, ¿sabés? Dejaría muchas cosas acá: mi casa, mi familia, mis amigos, mi hermano que cocina y casi incendia la casa… Ahí lo pienso y no sé si estoy tan segura.


– ¿Pero pediste eso?


– ¿Que se dé lo de México? No, ni en pedo. México no es un sueño, es un proyecto… No hace falta pedirlo, simplemente tengo que trabajar para conseguirlo. ¡Y pedir trabajo!


– ¿Y qué pediste entonces?


– Ser una modelo famosa de publicidad gráfica.


– Cierto, eso… Y bueno, ¿por qué no? Tenés todo para serlo, yo te re veo. Mirá cuando vea las ciudades empapeladas con tu cara. El perfume este, la ropita aquella, el maquillaje no sé cuánto.


– ¡Qué fuerte!


Anita se reía.


– Y bueno amiga, habrá que animarse, no tener miedo…


– ¡Exacto! No tener miedo. No tengas miedo si me voy… voy a estar bien, vos también vas a estar bien, nuestra amistad va a estar bien. Andá a saber igual, pueden pasar muchas cosas de acá a Abril. Quizás ni me voy… Y si me voy, bueno, siempre me podés ir a visitar.


– ¿A México? ¿Te parece?


– Sí, ¿por qué no?


– No sé, no me llama para nada… Aunque quién te dice que en un futuro no termino viviendo en Estados Unidos y de ahí me quedaría cerquita.


– ¿Ves? Ahí está, me gusta. Quizás conocés algún yanqui hermoso y con plata y te quedás allá…


La idea de Anita empieza a gustarme y atraerme.


– Hagamos una cosa amigo.


– Okey, ¿qué? Decime.


Nos sentamos como indiecitos, mirándonos frente a frente, la cosa se pone seria, formal, burocrática, sacamos los pies del agua, nos sentamos derechos y todo.


– Cambiemos el deseo.


– Pero no se puede cambiar el deseo, amiga. Tendríamos que esperar a que pase otra estrella fugaz…


– Okey, arrancame una pestaña… No, joda. Bueno, no es cambiar el deseo en realidad, no hace falta. Es simplemente hacer una promesa, un juramento. ¿Está bien?


– Okeeey…


La miro a Anita con cierta desconfianza, no la sigo.


– Vos querés ser escritor, vivir en Nueva York, enamorarte. ¿Correcto?


– Y yo quiero ser modelo de publicidad, viajar y conocer gente.


– Así es…


– Bueno, tenemos que prometer que no vamos a tener miedo, no vamos a ser unos cagones. Vamos a luchar por lo que queremos y lo vamos a conseguir.


– ¡Me encanta!


– No tenemos que tener miedo de lo que queremos, de llegar, de triunfar, tener éxito y ser famosos.


– Absolutamente de acuerdo.


– E incluso cuando lleguemos, nunca nos vamos a olvidar el uno del otro. Vamos a seguir hablando, viéndonos cuando sea posible, nada va a cambiar entre nosotros, pase lo que pase.


– ¿Y vamos a subir fotos a Instagram de eso?


– Vamos a subir fotos a Instagram de eso, exacto. Siempre al top, bebé.


La cosa se desvirtúa un segundo y nos reímos.


– Bueno, ¿lo prometés?


– Lo prometo.


– Lo prometo.


Nos tomamos de la mano, Anita me aprieta y yo le devuelvo el apretón a ella, mis manos transpiran un poquito. Cerramos los ojos, lo pedimos y lo mandamos al universo. Cuando volvemos a abrir los ojos, le doy un abrazo a Anita.


– Te amo.


 


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Published on June 07, 2017 18:34
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